E. cocinando sus bizcochuelos, mientras desde su balcón la cancha de River
brillaba con todo su esplendor. A cada rato, correr hacia la otra punta para ver
pasar el tren, con los patines puestos, para no estropear el parquet.
P. y sus salidas al Jardín Botánico, su manzana cortada en finas rodajas mientras
veíamos la novela de la tarde. La vecina ideal para jugar a tomar el té.
Es. y sus coliflores, que impregnaban de náuseas toda la casa. Su acento asturiano
en aquel tango que cuando caminábamos rumbo a la avenida Maipú, siempre
cantaba.
M. y sus dulces sonrisas, amor a la docencia en estado puro. Tal vez, fue ella
quien germinó los frutos que hoy siembro.
B. y sus bailes nocturnos. El pasodoble de fondo y las aburridas salidas a hacer
los mil y un trámites. Conferencias, agradecimientos y puestos honoríficos.
Arquitectura doméstica con taladro en mano. Modelo de mujer difícil de
encontrar.
J.M. y sus locas ocurrencias. La siesta obligada de cada fin de semana y los
paseos por los bosques de Palermo. Amigos infinitos y perdurables en el tiempo,
carisma en su máxima expresión.
La casa
impoluta e inmóvil de N. Los juegos en el Pumper de la esquina y las
anécdotas que venían desde el otro lado del río.
J. y su cocodrilo inflable. Los lápices Caran d’Ache que embellecían hasta el más
torpe de los dibujos. Las vueltas en bici por el laboratorio Roche y el fitito
blanco que nos llevaba a la escuela.
Todos
y cada uno de ellos, son eslabones de mi infancia, de mi vida. Momentos sellados
en una memoria que se resiste a olvidar. Días y horas gravadas a fuego en cada
recoveco de mi alma, siempre listas para activar altas dosis de dopamina que
retardan los sobresaltos de la angustia. Son piezas de un puzzle, que se arman
y desarman continuamente, reacomodando sensaciones y plasmando identidades. Un
pasado que es presente a cada instante, un ayer que remite a un mañana. Personajes
de la más vívida de las ficciones. Retazos de una vida que sueña con la
inmortalidad.
Laurencia Melancolía