30 de septiembre de 2013

Operación Conciencia



Este cuento fue escrito conjuntamente con alumn@s de una escuela secundaria de la Ciudad de Buenos Aires para el concurso “Mi factura, por favor” organizado por la Administración Gubernamental de Ingresos Públicos (Septiembre 2013).

Aquel lunes de junio había sido un día muy especial para Gonzalo. Había comenzado a trabajar en la librería de un amigo de su tío, lo cual lo entusiasmaba bastante porque era su primer trabajo. Era una buena oportunidad para empezar a ahorrar plata para irse de vacaciones con sus amigos a Villa Gesell y también, para ayudar a sus papás a pagar los apuntes de la facultad, que por cierto no eran nada baratos y además, para dar una mano con los gastos de la casa, ya que tenía dos hermanas menores.
Gonzalo estaba estudiando la carrera de Abogacía en la Universidad de Buenos Aires, tenía 19 años y vivía en Saavedra. Era un chico muy responsable, humilde y trabajador, su amabilidad y generosidad hacían que tuviera bastantes amigos, aunque a veces, era un poco tímido y vergonzoso, sobre todo si le gustaba alguna chica.
Ni bien llegó por la tarde a su trabajo, su jefe Norberto le hizo un recorrido por la librería, le mostró en detalle la mercadería que luego debería clasificar y le hizo unas aclaraciones acerca de cómo actuar cuando llegara la hora de cobrarle a los clientes.

- Mirá pibe, siempre hay alguna vieja medio hincha que no tiene nada que hacer en la vida y que te pide el ticket por más que haya comprado dos cartulinas. Y eso a vos y a mí nos mata, ¿sabés? Porque aparenta como que vendemos mucho, que nos estamos haciendo ricos y después, vienen estos carroñeros de la AFIP y nos acogotan con los impuestos. Así que, vos dale ticket nomás a los que compran varios artículos, o si vienen de oficinas y necesitan presentarle alguna factura al jefe, pero a los clientes que compren por menos de cien pesos, no les entregás ticket, ¿entendiste?

Gonzalo se quedó helado tras oír las palabras de su nuevo jefe. Aunque lo que estaba oyendo, le hacía recordar lo que le había contado su primo Germán acerca del amigo de su papá: “A mí, Norberto no me cae muy bien. Es mandón y tacaño, muy amargo, así que andá con cuidado con él. Consejo de primo”.
Tras pensar en lo que le había dicho su primo y luego de reflexionar sobre lo que le había indicado Norberto, Gonzalo se atrevió a decir:

-Pero, ¿y si me insisten con que les dé el ticket?

-Vos les decís que se rompió la caja, que no imprime bien, alguna cosa por el estilo, inventáte excusas, y si se ponen pesados, de última, acá tenés un talonario de facturas. Estas no son legales. ¡Ojo no te confundás y usés las de este pilón de acá, que estas sí son legales! ¡Prestá atención!- le dijo su jefe.

Ese día Gonzalo terminó su trabajo, y tal como le había exigido su jefe, no entregó tickets a aquellos clientes que compraron por menos de cien pesos ni aquellos que compraron por un monto mayor y no exigieron su comprobante legal de pago. Cuando llegó a su casa, se bañó, se puso el pijama y se sentó a cenar en familia. A la hora de explicarles cómo había sido su día de trabajo, Gonzalo se sentía contrariado y un poco angustiado. Por un lado, estaba contento porque había podido conseguir un trabajo, hacía unos meses que había estado buscando y por fin había encontrado uno que le permitía ir a la facultad por las mañanas. Pero por otro lado, sentía que en algún punto estaba yendo en contra de todo lo que le había explicado su querido profesor de Educación Cívica, cuando estudiaron las funciones del Estado y los deberes de los ciudadanos. En menos de un instante, recordó aquellas interesantes clases en las cuales el profe García les había enseñado la importancia de ser un buen contribuyente y todo lo que había detrás del pago de impuestos. En ese momento, lo vio todo claro, y aunque hoy de cara a su jefe había hecho un buen trabajo, él sabía en el fondo, que no estaba yendo por buen camino actuando de esa manera.
Fue así como a la mañana siguiente, se levantó temprano, fue a la facultad y cuando a la tarde llegó a su trabajo comenzó a hacerle caso a su conciencia, entregando tickets a todos los clientes, sin importar lo que compraban. Al ver que Gonzalo les estaba entregando tickets a todos los clientes, Norberto lo llamó enseguida a su oficina. Con cara gruñona y gritando de mala manera, le dijo:

-¡Pero qué estás haciendo! ¿Acaso no entendiste lo que te expliqué? ¿No vas a la facultad vos? ¡¿Tanto te cuesta entender una simple explicación de cuándo hay que hacer una factura y cuándo no?!

-Entiendo muy bien, señor. El que creo que no comprende del todo es usted. Yo sé muy bien por qué hay que exigir tickets o facturas cuando uno realiza una compra y también, por qué es necesario pagar impuestos. Lo tengo muy en claro desde que soy chico. Gracias a los que piensan como yo, es que pude asistir a una escuela pública, disfrutar de tardes con amigos jugando al fútbol en el Parque Saavedra, ver cómo nacía mi hermana en el Hospital Pirovano, buscar información en las bibliotecas públicas para hacer mis tareas, participar en un taller de pintura y otro de ajedrez en el centro cultural municipal, jugar y bailar en los carnavales que se organizan en el barrio, los cuales no se olvide, se realizan en la vía pública. Todo eso fue posible porque los ciudadanos aportaron a través de los impuestos y así contribuyeron a mantener bienes y servicios que son públicos, es decir, que nos pertenecen a todos. Ahora le pregunto yo a usted: ¿tanto cuesta comprender esta simple explicación?- le respondió Gonzalo.

Norberto se quedó mudo. Gonzalo le había dado flor de lección, aunque su arrogancia y orgullo no le dejaban darle la razón a su joven empleado, así que arremetió:

-¡Qué bien aprendido tenés el discursito nene, hasta me lo voy a creer y todo, ja, ja! ¡Los impuestos solo sirven para pagarles flor de sueldazo a los políticos! Eso sí, algo te voy a reconocer. Tenés buen verso para ser abogado.

Gonzalo sonrío. Sabía que en el fondo él tenía razón y que su jefe no podía ir en contra de todos los argumentos que muy bien él, le enumeró. Recordó por dentro las enseñanzas del profesor García y sintió que estaba haciendo suyas muchas de sus explicaciones. Estaba orgulloso, como persona y ciudadano, de actuar así, por sentir que las palabras de su profe habían hecho eco. Ahí tomó verdadera conciencia que las enseñanzas sí pueden multiplicarse.
Aunque sabía que iba a ser difícil convencer a Norberto y cambiar su forma de pensar para que éste pudiera aprender el valor y la utilidad de pagar impuestos. Por empezar, debía lograr que su jefe se pusiera al día con el pago del ABL que adeudaba desde hace unos cuantos meses. No era tarea fácil. Sin embargo, a Gonzalo le sobraba paciencia, pero por sobre todas las cosas, convicción.

Eneka Etxea


23 de septiembre de 2013

El cuerpo en que nací


El cuerpo en que nací es una novela de la escritora mexicana Guadalupe Nettel, inspirada en su infancia, breve en extensión pero inmensa por su calado. Un monólogo en el que discurren sus recuerdos, su relación con su familia y su entorno, la construcción de su identidad. Una narradora que encuentra en el espacio  de la psicoterapia y de la escritura una forma de aligerar su equipaje vital, de reconciliarse consigo misma.
Muestra la infancia como un período de lecturas encontradas: Por un lado, lleno de descubrimientos y momentos de genuina felicidad. Por otro,  de encuentros con realidades llenas de aristas, con el poder de la mirada del otro. La narradora tiene desde el nacimiento una limitación en la visión de un ojo que le hace sentirse diferente, desplazada.  Esta percepción de diferencia, le hace sensible y cercana a las personas que va conociendo en su periplo entre México y Francia, en su alteridad y desigualdad. Su vivencia de rareza se enquista en su interior, le hace sufrir, se marca en la piel como una cicatriz.
 
 
Hablar y escribir, antídotos contra unos recuerdos agridulces e inconclusos. Un mirada al retrovisor desde la madurez, ¿qué recuerdos permanecen y cuáles otros caen como livianas hojas otoñales? La aceptación serena de la propia identidad, sin máscaras:
“Mis ojos y mi visión siguieron siendo los mismos pero ahora miraban diferente. Por fin, después de un largo periplo, me decidí a habitar el cuerpo en el que había nacido, con todas sus particularidades. A fin de cuentas era lo único que me pertenecía y me vinculaba de forma tangible con el mundo, a la vez que me permitía distinguirme de él.”

Viridiana

16 de septiembre de 2013

Por sobredosis de juicio




Subió en coche a un acantilado cualquiera
buscando la típica escena de soledad y autoflagelación.
Subió porque desde allí solo ves el mar,
sólo se escucha su silencio.
Era una buena manera de dar la espalda,
retar a un mundo cada vez más loco
donde él ya no tenía espacio por sobredosis de juicio.
Lo sospechaba desde el principio,
pero quiso creerse sus cantos de sirena.
Cogió el coche y subió allí arriba,
donde no disgusta la sin razón de la gente,
porque nadie te ve, ni te escucha.
No importa nada,
no hay propaganda, ni rencores, ni egoísmos.
Y se encontraba a gusto, no creas.
Pero los días también se hacen largos estando de pie frente al océano.
Así que decidió saltar, aunque sólo fuera por probar
si en el fondo del mar, podría volver a andar.



Ultramarinos Bodeler

9 de septiembre de 2013

+es+



No resulta extraño que l@s docentes, en especial aquellos que trabajamos en la Educación Media o Primaria, sintamos que las aulas nos quedan chicas. En ocasiones, podemos hacer alusión al uso literal de la expresión, pero en el caso particular al cual hoy me refiero, tiene que ver más con un sentido metafórico que con metros cuadrados y densidad de población en el aula.

Esa sensación de pequeñez, se vincula muchas veces con la percepción de encierro y claustrofobia que en determinados momentos la escuela suele tan bien transmitir. Y si tomamos en cuenta que el saber no ocupa lugar, el desafío a la física del espacio que éste le infiere al aula, hace que muchos de nosotros queramos explorar todos los mundos posibles que desde esa habitación llena de pupitres nos imaginamos. Hay quienes nos rebelamos ante la cruda realidad de perecer en nuestras aulas. L@s que padecemos de ansias de sapiencia crónica (sin cura ni tratamientos alternativos efectivos) tenemos la urgente necesidad no solo de transcender nuestro espacio laboral, sino también, y ya de manera más utópica, la propia existencia.

La docencia comprometida, que se involucra, aquella apasionada que se va por las ramas en sus explicaciones, pero sabe arribar sana y salva a puerto seguro, tiene la misión de hacer retumbar todo aquello que dice e imparte. Si el aprendizaje solamente se logra en el aula, no es para nada significativo. El aprendizaje no solo requiere de otro, sino de unos OTR@S, que permitan transformar la experiencia no exclusivamente en algo vital, sino en una práctica que se retroalimenta continuamente. Esta particular forma de ver y experimentar la docencia, nos obliga a pensarnos a nosotr@s y a nuestr@s alumn@s como agentes multiplicadores. El saber debe multiplicarse, no podemos permitir que muera en el aula. Se debe escapar por las ventanas y puertas y ser parte de una cena familiar, de una charla de amigos, de una situación en la vía pública cuando veo vulnerado algún derecho y comienzo a reclamar aquello que alguna vez algún ocurrente profesor me dijo que era útil conocer.


Nuestra tarea trasciende espacios institucionales. No nació ni debe morir en el aula. Es fundamental que creamos en su capacidad de hacer eco. Pensar que no damos clase solamente para tal o cual alumn@, sino también para lo que hay detrás, en su entorno cercano y en el venidero. Hay que saber despegarse de ese conocimiento que impartimos, para que se reformule, para que se renueve, para que se boicotee, para que viva, para que trascienda, para que llegue a OTR@S y así, vuelva a nosotr@s nuevamente. Trabajar con personas, estableciendo vínculos, como cada día hacemos l@s docentes, es pensar que más es más. Multiplicar dudas y aciertos, saberes y reflexiones. Apostar a que la finitud está muy lejos de nuestro quehacer diario. Tener claro, que el mundo que recreamos entre aquellas cuatro paredes aún debe dar unas cuantas vueltas más.


Itsamá Araucanía

3 de septiembre de 2013

Deseo de ser punk


Deseo de ser punk, novela de Belén Gopegui, nos habla de una búsqueda, de una desazón, la de una adolescente que ansía formar parte de algo, sentir que pertenece a un lugar: "Creo que tener 16 años, llamarse Martina y no haber tenido música es un asqueroso desastre. Porque si la hubiera tenido sentiría que pertenezco a algún sitio, supongo. Tener música es como tener un código. Y es extraño porque yo creo que sí tengo un código”.
Martina encuentra en el Rock las resonancias de ese su código personal; los vasos comunicantes entre las emociones  soterradas  y la conexión con el Otro; la caricia de esa parte “donde nunca nos abrazan”. El Rock, como si de un guía se tratase, traduciendo todas  aquellas palabras no pronunciadas por desconocidas, todas las emociones ignotas por falta de mapa. El Rock, inconmensurable, cuando se escucha bien fuerte, nos transporta a ese lugar, sin coordenadas espacio-temporales, que hace de Johnny Cash e Iggy Pop compañeros de viajes y naufragios personales, de exultantes alegrías y de rabias desbordadas: El Rock no conoce las medias tintas.
 
 
 
Deseo de ser punk, es una novela generacional pero también un espejo de la sociedad actual donde la crisis deja sin brújula a jóvenes perplejos ante un futuro que se antoja espejismo. Martina, no solo busca ese “lugar” como trasunto de su felicidad personal, sino como una forma de rebelarse contra el conformismo que observa a su alrededor. Y está dispuesta a hacer algo, a no traicionarse, a hacer oir su voz. Su canción. Quizás nuestra canción:
“There’s nothing in my dreams/ just some ugly memories/ kiss me like the ocean breeze.” Canta Iggy Pop en Gimme danger.
Martina escribe en la carta que dirige a su amigo que en esta letra “están nuestras razones, porque ¿cómo puede ser que alguien que tenga dieciséis años y no le hayan ocurrido grandes desgracias ni nada especialmente malo y, sin embargo, no haya nada en sus sueños? Es lo que nos pasa, y no lo saben. Aunque no sea del todo verdad. No es que la canción diga una mentira, sino que nadie entiende por qué cantamos. Si de verdad no hubiera nada en nuestros sueños, estaríamos callados. En cambio,  lo decimos, lo estamos diciendo a voces, y eso es porque nuestro sueño consiste precisamente, y para empezar, en resistir. En no dejar que nos hundan. En estar aquí, diciendo lo que nos pasa, diciéndolo con música para que sepan que sabemos, para que sepan que como lo sabemos, como lo gritamos, como lo cantamos, también vamos a empezar a actuar.”

Viridiana
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