Dormidas
ellas, ligeramente, comenzaban a despertar. Tórridos y fulminantes sonidos,
rasgaban sus vestimentas, despejaban su piel. Enseñaban al mundo, su disfraz
más puro.
Desnudas
estaban, aguardando el placer. Aquel que con su acrimonia patentaba su paso
fugaz, aquel que con su parsimonia, ocultaba el hechizo mortal.
Frágiles
no eran, pese a su languidez. Bravas no se mostraban, pese a su interna robustez. Aquellas
féminas oscuras que Egon retrató, me susurraban al oído relatos de exaltados recuerdos,
ficciones de la pasión. Tímidas eran, ante la mirada curiosa, valientes
guerreaban, ante el reprimido opresor.
Ellas
se hacían presentes en los instantes más táctiles, en los perfiles de aquellas
sombras que se hacían luz con un simple cerrar de ojos.
Ellas
no eran solo mi fiel evocación del gozo vivido sino también, del deseo
especulador. Yo estaba allí con ellas. Ellas, habitaban en los receptáculos más pequeños de mi profundo ser.
Sin
saberlo, Egon me las había obsequiado. Las había pintado para mí y para mi
desvariada imaginación. Sus mujeres eran mi constancia más certera de la
perpetuidad del agrado, eran un emblema de esta pasajera actuación. Con ellas
me refugiaba en mis momentos más sombríos, con ellas resplandecía en mis
momentos de fogosa fantasía, de alterada emoción.
Con
las mujeres de Egon me proyectaba, viajaba por horas a paraísos terrenales, de
esos que encuentran su salvación a varios metros bajo el suelo, a unos cuantos soles
del cielo, a unos cuantos pasos del redentor.
Por
instantes, las dudas se despejaban y ante la claridad de las ideas, les daba las
gracias a ellas, por animarme a ser quién soy.
Vespertina Incrédula