Salió del ascensor y se arrojó furiosa hacia el pasillo
del hospital. Inmersa en la multitud que lo inundaba, buscó un refugio donde aquietar
su alma. Fue entonces, cuando vislumbró los ventanales que colgaban del techo.
Eran altos. Infinitamente altos. Catedralicios. Inmensos, como su desolación.
Atraída por la intensa luz que emanaban, nadó hasta allí.
Acorralada por la impaciencia, quiso descubrir qué se escondía detrás. Sin
embargo, su escasa altura le ahogó el plan. Conscientemente, saboreó la
frustración por primera vez.
Maldijo tener diez años. Maldijo estar en ese hospital. Y
mientras seguía maldiciendo, clavó sus ojos en los ventanales y les suplicó que
le regalaran aire, lluvia, un globo aerostático, paz. Pero, los ventanales no
se abrían. Estaban adheridos a la pared. Tan fijos y sujetos, como lo estaba
ella a la enfermedad de su papá.
Laurencia Melancolía